DE OTRA MANO

Ha pasado un año desde que nuestro muy querido amigo Allan Quatermain escribió las palabras «He dicho lo que tenía que decir” al final de la narración de nuestras aventuras.

No me hubiera atrevido yo a hacer adición alguna a tan maravilloso relato, si no ocurriera que, por una casualidad inesperada, podemos enviar el manuscrito a Inglaterra. Esa probabilidad es incierta; pero, como no ocurra otra mientras vivamos, Good y yo pensamos aprovecharla, y sea lo que Dios quiera.

Durante los últimos seis meses, varias comisiones han trabajado mucho, examinando las fronteras de Zu-vendis para ver si existía algún medio de entrar o salir en el país, habiendo hallado que un canal que creían oculto estaba descubierto. Al parecer, es el único, y por él debió de salir el indígena que llego a la estación misionera. Los sacerdotes, por razones particulares, guardaron el secreto de la llegada y salida de aquel hombre. Va a cerrarse el canal; pero antes queremos enviar un mensajero con el manuscrito y varias cartas de Good para su familia y mías para mi hermano Jorge, al cual siento no volver a ver en mi vida. En ellas los instituimos herederos de cuantos bienes dejamos en Inglaterra, toda vez que hemos resuelto no volver a Europa. Realmente, seria imposible, aunque quisiéramos hacerlo.

El mensajero que va a ir, a quien deseo feliz viaje, es Alfonso. Hace mucho tiempo que está cansado de Zu-vendis y sus habitantes, y continuamente gime por su amada Anita, con la cual sueña, según dice, tres veces a la semana por lo menos. Creo, sin embargo, que la causa de querer salir del país, dejando a un lado la nostalgia que pueda sentir, consiste en la burla que le hacen aquí por la conducta observada en la batalla del desfiladero, ocultándose para que no lo enviaran a ella. Hasta los muchachos se burlan de él en la calle, ofendiendo su dignidad.

Sea lo que fuere, está decidido a luchar con los horrores de un viaje difícil y peligroso y a correr el riesgo de caer en manos de la policía francesa, a causa de cierta indiscreción cometida hace algunos años (aunque a mí no me parece asunto muy serio), antes que continuar en este país.

¡Pobre Alfonso! Sentiremos mucho separarnos de el; pero por él y por esta historia, digna, a mi parecer, de que el mundo la lea, confío sinceramente en que pueda llegar a Europa sano y salvo. Si lo consigue y puede llevar consigo el tesoro que le hemos dado en barras de oro, será un hombre rico y podrá casarse con Anita, si ella está conforme. Pensando en esta posibilidad, me tomo la libertad de añadir algo a la narración de nuestro querido amigo Quatermain.

Murió al amanecer del día siguiente al en que escribió las últimas palabras de su último capítulo. Nyleptha, Good y yo estuvimos presentes, y puedo decir que fué una escena hermosa y conmovedora. Una hora antes del amanecer observamos que decaía visiblemente, que el fin estaba próximo, y nos apenamos mucho. Good se deshizo en lágrimas, hecho que hizo brotar de labios de nuestro moribundo amigo su última broma. La emoción de Good, aflojando la tensión de sus párpados, produjo la caída del monóculo, y Quatermain, que era gran observador, se fijó en tal circunstancia.

-¡Al fin -murmuró procurando sonreír- he visto a Good sin monóculo!

No habló más hasta que amaneció, y suplicó que lo incorporásemos para ver por última vez la salida del sol.

-Dentro de unos minutos —dijo, mirando al astro- pasara por esas puertas de oro.

Diez minutos más tarde, volvió a incorporarse y nos miró fijamente.

-Voy a hacer un viaje más extraño que todos los que hemos hecho juntos hasta ahora. Pensad en mí algunas veces -murmuro---. ¡Dios os bendiga a todos; os espero allí!

Exhaló un suspiro y se desplomó en el lecho: estaba muerto.

Así terminó un carácter que, a mi entender era casi perfecto, el hombre más noble y digno que he hallado en mi camino.

Cariñoso, constante, jovial, y poseyendo muchas de las cualidades que hacen del hombre un poeta, no tenía rival como hombre de acción y buen ciudadano. No he conocido otro tan competente para juzgar la naturaleza humana y los motivos que la impulsan. “He pasado la vida estudiándola -decía algunas veces- y debo de conocerla”. Y así era, en efecto.

Sólo tenía dos faltas: una, su excesiva modestia, y la otra, una ligera tendencia a sentir celos de las personas en quienes concentraba su afecto. Respecto al primero de estos puntos, todo el que lea esta narración sabrá a qué atenerse; pero voy a añadir un ejemplo que prueba hasta dónde llegaba.

Como el lector recordará, indudablemente, siempre hablaba de sí mismo como de un hombre tímido, cuando en realidad, siendo muy prudente, poseía un espíritu intrépido, y lo que es más aún, nunca perdía la serenidad. En la gran batalla del desfiladero, donde recibió la herida que, interesándole el pulmón, acabó con él, a juzgar por lo que dice, el lector puede suponer que el soldado negro lo hirió casualmente; pero no fué así.

Fué herido tratando de salvar a Good del modo más noble y desinteresado, arriesgando su propia vida, y, como después ha venido a resultar, perdiéndola en realidad.

Good se hallaba en el suelo, y uno de los montañeses de Nasta iba a acabar con él, cuando Quatermain se interpuso y recibió sobre su propio cuerpo el golpe destinado a aquél: entonces, levantándose instantáneamente, mató al soldado.

Respecto a sus celos, una sencilla observación que debo hacer, justificándonos a Nyleptha y a mí, será suficiente. El lector recordará que en dos o tres sitios habla como si Nyleptha me monopolizara y no le hiciéramos caso uno ni otro. Ahora bien; mi mujer no es perfecta: se parece en todo a las demás mujeres, y hasta es algo exigente en ciertas ocasiones; pero, tratándose de Quatermain, todo es pura imaginación. Así, cuando se queja de que no iba a verlo estando enfermo, no sabía que los médicos me lo prohibieron. Esas pequeñeces que he observado en la relación al leerla me han disgustado mucho, porque lo amaba como si fuera mi propio padre, y nunca hubiera soñado con que mi matrimonio fuera obstáculo para nuestro cariño y amistad. Pero no hablemos más del caso; después de todo, es una pequeña debilidad que nada vale entre tantas y tan loables virtudes.

Murió, como iba diciendo, y Good leyó el oficio de difuntos, según los ritos de la Iglesia de Inglaterra, en presencia mía y de Nyleptha, y después, cediendo a los deseos de pueblo, se lo hizo un magnífico entierro, o cremación, mejor dicho. Cuando nos dirigíamos al templo en larga y solemne procesión, no pude menos de pensar en lo mucho que lo habría molestado aquello, si hubiera podido verlo, porque le desagradaba todo lo que significara ostentación.

Unos minutos antes de ponerse el sol, la tercera noche después de su muerte lo colocaron sobre la plancha de hierro delante del altar, esperando hasta que el último rayo de sol besara su rostro. Llegó en efecto, cayendo sobre él como una flecha de oro y coronando de gloria sus pálidas mejillas. Sonaron las trompetas, se movió la plancha. y los restos de nuestro querido amigo cayeron en el horno que se hallaba debajo.

Aunque viviéramos cien años, no lograríamos tener un amigo semejante: era el hombre más hábil, el caballero más leal, el amigo más firme, el más distinguido “sportsman” y, a lo que creo, el mejor cazador del África entera.

Así terminó la noble y aventurada existencia del cazador Quatermain.

• • •

Los demás estamos bien. Good se ocupa en la construcción de barcos que recorran el lago Milosis y otro de los más grandes de esta región, a fin de acrecentar nuestro comercio y tener a raya a algunos pueblos turbulentos que viven en sus orillas. El desdichado empieza a reanimarse y a vencer el gran disgusto que le produjo la desastrosa muerte de la hermosísima y mal aconsejada Sorais, que fué un golpe para él, porque en realidad la quería mucho. Espero, sin embargo, que olvidará tan desdichado asunto, y, andando el tiempo, podrá hacer un buen casamiento. Nyleptha tiene dos o tres señoritas en perspectiva, especialmente una hija de Nasta que era viudo, joven y hermosa y de aspecto regio, aunque tiene mucho del espíritu altivo e intrigante de su padre,

Por lo que a mí toca, apenas sé por dónde empezar, si hubiera de referir todo lo que hago; así es que vale más no decirlo y contentarme con manifestar que no hago del todo mal mi papel de rey-consorte: mucho mejor de lo que yo había podido esperar; aunque, a decir verdad, no es tarea fácil ni exenta de responsabilidad.

Espero, sin embargo, poder hacer mucho bien en el tiempo que Dios me conceda de vida, e intento llevar a cabo, por lo menos, dos grandes empresas: una, la consolidación de las diversas familias o razas que forman el pueblo zu-vendi en un gran gobierno central, poderoso y fuerte; otra, concluir con el poderío de los sacerdotes. La primera de estas reformas, si puede llevarse a cabo, terminará can las guerras civiles que han devastado a este pueblo por espacio de muchos siglos; y la segunda, además de remover una fuente de peligro político, será el primer paso para la introducción de la religión verdadera en el lugar que hoy ocupa la adoración del sol. Espero ver la Cruz de Cristo colocada sobre la cúpula del templo del sol; y, si no logro verlo yo, creo que lo verán mis sucesores.

Aun hay otra cosa que reclama mi atención: la exclusión total de toda clase de extranjeros en Zu-vendis. No es fácil que otro alguno pueda llegar aquí; pero, si hay quien intente venir, lo amonesto manifestándole que inmediatamente y por el camino más corto lo pondrán fuera del país. Y no lo digo porque seamos inhospitalarios, sino porque estoy convencido de que tengo el sagrado deber de conservar a este pueblo, digno y generoso en su mayoría, las ventajas de una relativa barbarie.

¿Adónde iría a parar mi valiente ejército, si a algún belicoso o aventurero le ocurriera atacarnos con fusiles Martini-Henry? La pólvora, el telégrafo, el vapor, los periódicos diarios, el sufragio universal y tantas cosas más no han hecho al mundo más feliz de lo que era, y han traído, en cambio, muchos males. No tengo interés alguno en que este pueblo sea destrozado por especuladores, turistas, políticos y maestros, cuyas voces son una Babel. No quiero tampoco proporcionarle la desmoralización general que marca los progresos de la civilización entre los pueblos modernos. Si la Providencia tiene a bien disponer que a su debido tiempo Zu-vendis se abra el mundo, será otra cosa; pero yo, por mí mismo, no quiero tener esa responsabilidad, y debo añadir que Good aprueba mi conducta. Pasadlo bien. “-Enrique Curtis”. Diciembre 15, 18...

“P. D.” - Olvidaba decir que hace unos meses, Nyleptha, que se halla muy bien y, a mis ojos por lo menos, más hermosa que nunca, me dió un hijo y heredero. Es un inglesito de ojos azules y rizados cabellos, y aunque esta destinado, si vive, a ocupar el trono de Zu-vendis, espero educarlo de tal modo, que sea lo que todo caballero inglés debe ser y es generalmente. Para mí hay algo más noble y digno de aprecio que ser heredero presunto de la gran Casa de la Escalera, algo que es en realidad el rango más alto a que debe aspirar todo hombre en este mundo. - “E. C.”.

Aventuras de Allan Quatermain
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